Contemplemos la vid con sus ramas, imagen bíblica de la comunión que constituye la Iglesia. Dice Jesús: “Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada” (Jn 15).
Les invito a mirar dos significados de “comunión”. El primero es la unidad que caracteriza la Iglesia. Formamos un solo cuerpo cuyos miembros tienen diferentes funciones pero están bajo una única cabeza, Cristo. Como cabeza del cuerpo, Cristo sigue presente hasta hoy a través del sacramento del orden sagrado, es decir a través de los diáconos, sacerdotes y obispos. Debemos entendernos sobre todo como un solo cuerpo, como Iglesia que es una, santa, católica y apostólica; recién después nos diferenciamos por parroquia, movimiento o comunidad.
El segundo significado de “comunión” se refiere a la Eucaristía. Recibiendo el cuerpo de Cristo entramos en comunión con su persona. Al mismo tiempo, a través de Jesús, vivimos la comunión con todos los hermanos y hermanas en un momento privilegiado de agradecimiento e intercesión por ellos.
Por eso, la liturgia eucarística es un área muy sensible cuyos detalles debemos cuidar mucho ya que nos hace entrar en comunión íntima tanto con el Señor, nuestra cabeza, como con todos sus miembros que son tan diferentes entre ellos. Todos se deben sentir queridos y acogidos.
Según el Vaticano II, la comunión se vive cuando “toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4, cf. San Cipriano).
(Publicado inicialmente en SicPrensa)
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