Uno de sus adversarios era un tal Pelagio, un monje austero de las Islas Británicas. El pelagianismo enseñaba que no necesitamos la gracia de Dios para salvarnos y llegar hasta él - basta el esfuerzo humano animado por el buen ejemplo de Jesús. El pecado original no existe. San Agustín, sin embargo, mantenía que nuestra salvación siempre es una gracia de Dios inmerecida. El seguidor de Pelagio quiere “ganarse” el cielo, el seguidor de San Agustín alaba a Dios por el regalo inmerecido de su salvación y después, actúa por gratitud.
La Iglesia a través de los siglos siempre ha favorecido a Agustín y considerado el pelagianismo como una herejía, una enseñanza equivocada. Se trata de una doctrina seductora que hasta hoy tiene sus adeptos, aunque no sepan quién era Pelagio. Ellos se convencen que llegaremos a Dios con nuestro esfuerzo - pero lamentablemente desaniman a aquellos que sienten el gran peso de sus pecados. Sobre el tema el Papa Francisco nos dice, todavía hoy: «Tengan confianza en el perdón de Dios. ¡No caigan en el pelagianismo!» - «La salvación no se paga, la salvación no se compra. La Puerta es Jesús y ¡Jesús es gratis!»
La salvación no se gana ni se merece; sólo se recibe abriendo el corazón y renunciando al pecado, y luego conduce a la alabanza de Dios y una vida llena de buenos frutos. ¿Quién ha hecho más por la humanidad que la Virgen María? Y ella no dijo respondiendo al Ángel “voy a esforzarme y hacer lo que tú has dicho” sino “hágase en mí según tu palabra” que es lo mismo que “la gracia de Dios actúe en mí”. Todo es gracia, decía el poeta Bernanós.
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